Maquiavelo diría:
A la guerrilla no se le declara la guerra; las células subversivas no son susceptibles de ser bombardeadas. El terrorismo no presenta batalla, solamente escaramuzas: golpea y huye. La violencia revolucionaria sólo aparenta estar dentro del ámbito de lo militar, pero es esencialmente política; es la continuación de la política por medios violentos.
El verdadero campo de batalla donde se desenvuelve la guerrilla está en la conciencia de sus actores, de la retaguardia de ambos bandos y, sobre todo, de los espectadores neutros, que dejarán de serlo optando; es allí donde se gana o se pierde. A la violencia terrorista le conviene la declaración de guerra. La guerrilla, mientras no sea eliminada ideológicamente, está venciendo. El Estado, mientras no vence, está perdiendo.
La guerra de guerrillas saca ventaja cuando se le declara la guerra, porque si no tenía identidad relevante la adquiere, se afirma como entidad protagónica, y adicionalmente obtiene la propagación de sus ideas, sumando adeptos en la polarización. Para colmo, mientras más restricciones se imponen a la libertad, más inseguridad se palpa.
Nunca más exitoso el terrorismo que cuando el estado de derecho abandona sus valores. La guerrilla es despiadada y arbitraria en sus ataques, pero si se la persigue arbitrariamente o con prescindencia de la justicia, se la transforma en víctima.
En la lucha contra el terrorismo debe cuidarse de no presentarla como el polo más débil del conflicto. Debe acreditarse su perfil detestable y magnificárselo; cercarla, juzgarla y condenarla.
El estado de derecho debe resistir la tentación de decretar la ejecución lisa y llana del terrorista. Corre el riesgo seguro de convertir en héroes a sus contrarios. Es preferible la prisión perpetua incomunicada, a la pena de muerte.
Hay crímenes de pasión y crímenes de lógica. La guerrilla terrorista aborda la violencia desde una lógica perversa, pero rigurosa. Parecido a cuando – con la filosofía, o la religión – se pretende justificar el homicidio. En esos casos estamos ante una ingeniería del crimen; todo fundamentalista comparte la calificación de criminal lógico. Su factura calculadora lo hace frío y repugnante. Consecuentemente, si a una secta homicida, en lugar de desenmascararla presentando su faz nauseabunda e inhumana, se le aplica la violencia pura, abarcando en el ataque a amigos y afines, bajo el cargo de cómplices, arriésgase la metamorfosis y jerarquización de los asesinos a héroes, víctimas por causa de sus ideas.
Debe subrayarse que morir por una idea puede hacer la acción admirable y la idea más hermosa, por lo heroico, pero no hace la idea más verdadera.
El humanista diría:
Todo crimen es detestable. Matar, si no es en defensa propia, siempre es repudiable, pero en la alternativa es preferible un crimen por pasión que uno por lógica; se trate de la lógica del superhombre, de la lucha de clases o de la guerra santa. Un crimen pasional, aunque tampoco se justifica, tiene explicaciones mas humanas (sólo se mata a quien se odia, no por su pertenencia a categorías sociales, religiones distintas o abstracciones ideológicas; sino a quien se odia personalmente).
El terrorismo constituye la negación de la universalidad del hombre. Es la parcialidad hecha tesis. La violencia revolucionaria pretende la legitimación de darse y dar la muerte; posteriormente, del martirio trepa al asesinato. Es una ecuación despiadada, pone a la filosofía y a la religión en el papel oficial de verdugo; aspira a la justificación – por la historia o la redención – de un pensamiento o un Dios parciales. Ni la Historia, ni ninguna Religión podrán reducir los hombres a meros objetos, cosificarlos, bajo apercibimiento de sufrir «ipso facto» la refutación de su fundamento
Los Andes
09-10-01
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