Cerró con llave la puerta de su habitación. Había perdido de vista el momento del día: anochecía.
La oscuridad se introducía en la habitación con la facilidad de la rutina; traía consigo el silencio de su espera. Como estaba nervioso, prefirió antes que la luz eléctrica, una vela decorativa erecta en la cresta de un candelabro de plata. Colándose por las hendijas, el aire hacía fluctuar como una bandera la llama de la vela. Al ritmo sin compás de su resplandor todo el cuarto tiritaba de sombras.
Se sentó en la cama, con la detestable sensación que volvía repetitivamente estos últimos meses.
Recostado, sin complacerse en lo mullido de la almohada doble, resopló el humo de un cigarrillo en lapsos desiguales. Aspiraba y exhalaba el aroma ahumado, sin placer visible. La mirada permaneció incrustada en un rincón de la sala, con el anhelo de un ariete. El ambiente tenía la sobriedad que proporciona la penumbra. El ceño estriado mutaba en arrugas por su frente, como las carceleras rayas de los tigres. Parecían impedir la estampida de su turbulencia mental; una olla al ritmo de su ebullición.
¿Cómo había llegado a esta instancia? Si siempre calculó minuciosamente las consecuencias de casi todos sus actos.
Martirizado, barajaba todo tipo de ideas. Algunas lógicas, otras dictadas por el resentimiento, la desesperanza. Cada vez que quiso ordenar esa sucesión de pensamientos e imágenes, entendió más claramente su impotencia; su raciocinio se redujo a un vértigo de asociación de ideas; una carrera caótica de hipótesis. Todas presididas por una obsesión.
En la cumbre de su ofuscación, cuando creía que la cabeza le estallaría en un montón de neuróticos pedazos, irrumpió la calma. Perentoria como un portazo. Una suerte de analgesia mezcla de certidumbre y primacías. Cavilaciones, metamorfoseadas en convicción; libre de tironeos, había juntado pasión y objetivo.
Dejó la cama levantándose lentamente y, sin ceremonias, tomó de la mesa de luz la copa de cristal que allí había. Paladeó sorprendentemente despacio el resabio del cóncavo bouquet, hasta la última gota. Lo recorrió una tenue marea bajo la piel. Ablandó la mirada en la concesión de un guardián vistazo a la puerta. Abrió un cajón y revolvió los papeles, ordenándolos conforme a un principio desconocido anteriormente.
Cuando cerró el cajón, durante algunos segundos escuchó el crepitar de la vela, que consumía el saldo de parafina. La pequeña llama diseñaba y borraba sombras instantáneas en las paredes. De niño había atribuido figuras representativas a la proyección de esos fulgores huidizos. Indiferente a esos juegos, ahora sentía un impersonal desánimo. Nadie puede asegurar que sintiera alivio al escucharse el disparo.
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