UNA HUELGA OBLIGATORIA

La huelga general de los trabajadores no me pareció un reclamo laboral. De serlo igualmente me hubiera desagradado. Por inconducente y sobre todo tardía. Pretendiendo el salvataje de una sociedad acosada por la pobreza y el desempleo creciente, mediante la huelga como protesta, argumentando que el nuevo gobierno no ha tomado el rumbo correcto. Cuando el anterior gobierno fue el que vendió todos los activos del Estado, provocando que hoy no tenga con qué responder, ni quien le preste. Proponiendo como alternativa la enunciación de los males indiscutiblemente existentes, como si enunciarlos sirviera de conjuro mágico, para hacerlos desaparecer. También me molestó que descubrieran, tan morosamente, que los paros generales son una herramienta útil, justamente contra los que durante diez años en la oposición se opusieron a la venta de todo lo propio. Ellos que aceptaron la argumentación de que el déficit fiscal radicaba en la propiedad del Estado de las empresas públicas. Nada menos que los sindicalistas afines al partido que, cuando se fue, dejó once millones de déficit anual por aumentar el gasto público y triplicó la deuda externa. No es sorprendente, porque nadie ha visto hacerle huelga a un gobierno peronista. Los sindicatos no defienden a sus agremiados sino a sus dirigentes partidarios. El énfasis que ponen, cuando actúan, únicamente nace de su principal víscera: el bolsillo. Su oposición se funda en el disgusto que les daría el perder el chorro de plata de la administración de las obras sociales, que este gobierno, si desregulara, les haría perder. Se publicó en los diarios de esos días que los policías también fueron incitados con panfletos a plegarse a la huelga. Ya se sabe que eso es ilegal. Lo más inquietante fue ver prefigurado el ademán de una modalidad autoritaria, propia de los tiempos de plomo. Con la coartada de la libertad de huelga, obligaron a la ciudadanía a cerrar las cortinas de sus comercios, bajo pena de desmanes.


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